En las profundidades de abril, en las semanas más solitarias de la cuarentena, los editores estadounidenses de Stephen King adelantaron un mes la publicación de If it bleeds, prevista hasta entonces para finales de mayo. Todo pareció encontrar sentido entonces: ¿Y si las cosas incomprensibles y siniestras que pasaban en el mundo en esos días fuesen la consecuencia incomprensible y siniestra de los actos de algún personaje de King? Así suelen funcionar sus historias: alguien hace algo, quizá un acto de maldad aparentemente irrelevante, que tiene unas consecuencias absurdas y terribles. En principio, la relación causa-efecto parece imposible, pero, con el paso de las páginas, un patrón es desvelado. Pongamos que una chica, en algún instituto de Maine o de algún lugar por el estilo, le ha roto el corazón a un compañero de clase y por eso cientos de miles de personas mueren de coronavirus y el mundo se detiene en un paréntesis angustioso.
If it bleeds ya es Si la sangre manda (edición en español en Plaza&Janés), una colección de cuatro relatos largos (447 páginas en total) que llega en el momento justo. El mundo, desde hace años, se ha vuelto muy Stephen King y cualquiera lo puede comprobar si enciende la televisión un rato: Stranger things tiene la textura adolescente y aterradora de muchas de las historias clásicas del escritor; Years and years y Black mirror hablan de mundos autodestructivos e ingobernables como los de sus novelas. Y el payaso Pennywise de It estuvo en los cines hace un par de años como una metáfora de la política contemporánea.
Si la sangre manda contiene muchos de esos rasgos reconocibles en King. Por orden de aparición: El teléfono del señor Harrigan, la primera nouvelle de la colección, es el relato de un niño de pueblo que cae en gracia ante el millonario local. Craig, el crío de la historia, lee salmos en la iglesia y lo hace tan bien que llama la atención de su vecino, el señor Harrigan, ya anciano. Harrigan lo contrata para que le lea novelas porque su vista está cansada: El corazón de las tinieblas, El amante de Lady Chatterley, Silas Marner… Ese tipo de novelas son las que comparten.
Entre lectura y lectura, Craig anima al millonario a que use uno de los primeros iPhone que llegaron al mercado. El teléfono, como se puede intuir por el título del libro, es el fetiche que lleva a la historia hacia otro lugar, hacia un cuento de fantasmas levemente escabroso. Pero, en realidad, eso importa menos que el retrato realista de la vida de un adolescente: el descubrimiento de los libros, los complejos, el amor, la orfandad, la agresividad del instituto… El Craig se Stephen King podría ser un personaje de El mundo según Garp de John Irving, un chico bueno y deslumbrado ante el mundo llevado a los tiempos de los móviles inteligentes.
Juan Bonilla ha sostenido en estas páginas que lo mejor de Stephen King no es la fantasía sino ese realismo, lleno de naturalidad y de compasión. La vida de Chuck, el segundo relato de La sangre manda, confirma su teoría. Sus primeras 15 páginas son fuegos artificiales: el mundo se está acabando. California se ha hundido, el Medio Oeste de Estados Unidos se consume en un incendio gigantesco, los trabajadores ya no acuden a sus puestos, el Gobierno no puede garantizar sus servicios e internet ya no funciona. Los personajes de King reaccionan ante la fatalidad con resignación y cierta entereza. Dicen “mal rollo” cuando descubren que San Francisco ya no existe y también cuando ven que no pueden conectar con Netflix. Sólo les inquieta una cosa: la aparición por todas partes de anuncios que celebran la vida de un tal Chuck, alguien de quien nunca habían oído hablar.
A partir de ahí, la historia da un giro y se convierte en una búsqueda: ¿quién fue ese Chuck? Nadie en especial, otro buen chico que bailaba bien y cantaba mal, que quedó huérfano en la adolescencia pero que creció con razonable amor a su alrededor, que un día quedó asombrado al descubrir el verso “contengo multitudes” de Walt Whitman, que tuvo un puesto de trabajo bueno pero no muy bueno y que un año antes de morir tuvo un momento de plenitud inesperado gracias a un músico callejero. ¿Se acaba el mundo porque Chuck muere con 39 años? Si el primer relato de La sangre manda recuerda a John Irving, el segundo descubre un hilo que comunica las novelas de Stephen King con las de Jonathan Franzen.
Si la sangre manda es el tercer relato de la colección, el que le da título, el más largo y, probablemente, el más trabajado. Curiosamente, es también el más convencional de acuerdo con las leyes del thriller. Su protagonista es Holly Gibney, un personaje secundario de Mr. Mercedes, la primera novela policiaca de King, que aquí asciende de categoría y anuncia una probable nueva saga. No está mal Gibney como detective contemporánea. Su vida no es heroica: su madre anciana la tiraniza un poco, sus clientes la ocupan con encargos deprimentes y su coche es un Toyota Prius azul. El realismo, se vuelve hiperrealismo. Gibney toma pepsi colas, ve partidos de béisbol en la tele, conduce por carreteras anodinas… y, mientras tanto, reflexiona sobre la naturaleza abstracta del mal. Obviamente, King le ofrece una oportunidad de testar esas ideas a través de un virtuoso del asesinato de niños que se pondrá en su camino.
La rata, el último texto de la colección, es el más breve y también el más salvaje. Muy en resumen, un escritor que fue prometedor pero se quedó estancado, descubre que cada vez que avanza en sus proyectos literarios, algo terrible pasa en el mundo. ¿Por qué? Una rata aparecerá en su buhardilla, echará a hablar y le ofrecerá un pacto mefistofélico. En La rata, Stephen King se parece a Stephen King: el mundo de las pesadillas invade la realidad, el protagonista es un escritor en el que quizá se reconozca a sí mismo, como en muchas de sus novelas clásicas, y la fantasía tiene un aire de humor absurdo. Pero es que casi todo se parece a Stephen King en este momento.