Con ‘Las malas’ ha conseguido siete ediciones en menos de un año, el relato ficcional y autobiográfico de unas mujeres obligadas “a deslumbrar y a ser transparentes” al mismo tiempo
Camila declina amablemente una videollamada de zoom, prefiere la opción de una entrevista por escrito. Un signo más de esa pasión con la que a veces nacen quienes, con el tiempo, se convierten en escritores. Camila escribe ágil y rápido, dice que en su peor época se alimentaba con mate y pan negro. Al recibir sus líneas, se aparece una imagen: Camila Sosa Villada quizá fumándose un pitillo, frente a frente con su computadora, como dicen los argentinos, como ella es. Sólo que en Camila habitan muchos mundos, misterios, noches y hasta sórdidos desamparos.
Dice ser una travesti, con todas las letras y sobre todo con tal pronombre. De ellas, «las travas» , escribe en su novela Las Malas (editorial Tusquets), publicada ahora en España después de la vorágine conseguida en Argentina, donde tuvo siete ediciones en menos de un año, el pasado.
Mientras su novela se traduce a distintos idiomas, esta mujer de la Córdoba del otro hemisferio se pone a prueba a sí misma en las entrevistas. «Depositan en mí una gran responsabilidad», percibe, «la de hablar sobre las personas que son como yo, sobre las travestis. Pienso que no tengo derecho a equivocarme, que debo ser correcta, inteligente, simpática, no enojarme, ser lúcida y concisa en lo que digo porque tal vez no haya otra oportunidad de denunciar que las travestis estamos siendo perseguidas, que nos están empobreciendo y asesinando, que tenemos un promedio de vida de 35 años en Latinoamérica».
El lugar del libro es el Parque Sarmiento, en el centro de esa Córdoba que se va describiendo, en la que la Tía Encarna, María la Muda y El Brillo de los Ojos, algunos de sus personajes, crecen, envejecen, prácticamente se desintegran, y en la que de repente el cobijo de árboles donde las travestis se prostituyen se convierte en un idílico verde en el que hay deportistas y familias felices. Podría decirse con cursilería: el libro es descarnado. Pero lo dibuja mejor el neologismo: es un libro encarnecido. Encarecidamente encarnecido. Detrás de la ficción y del relato está Camila tomando conciencia del cuerpo, del suyo, de todas ellas, las que escuchan de algunos padres que acabarán «en una zanja, con sida, con sífilis, con gonorrea. A usted, siendo así, nadie le va a querer». Lo dice en Las Malas: El cuerpo como «una catedral de nada».¿Qué fue lo más complicado de todo?Lo más difícil cuando estudiaba, fue la pobreza. Fue la raíz de todos los dolores. En ese momento me arreglaba con pan negro y mate cocido y estuvo bien, porque era joven, pero a medida que pasaban los meses, o un año apenas, yo sentía el cansancio, el proceso de envejecimiento a través del dolor. Al ser pobre y ser travesti, no tener acceso a ninguna oportunidad para hacer de esa pobreza algo posible de vivir, el envejecimiento fue rápido. El doble o el cuádruple, todo tenía ese plus, que es el que hace que las travestis se replieguen dentro de sí mismas.
Sosa Villada pertenece a “una generación de travestis” forjada “en el país más hostil y asesino”. «Hace 25 años, en Argentina, no podías ir al supermercado sin que te esperara la Policía en la puerta para llevarte detenida. Era impensable la adquisición de derechos. Estábamos condenadas a esta ilegalidad. Era ilegal ser travesti. Hoy, al menos aquí, tenemos una ley de identidad de género, somos visibles, las que somos visibles tratamos de contar sobre las invisibles, las otras como nosotras que no pudieron escapar del anonimato y de la miseria».
Mientras en España la transexualidad está en el centro del debate feminista, Camila ni siquiera valora el uso del término. «Nosotras no nos reunimos en nuestras casas a decir: soy transexual porque me hice una reasignación genital, una vaginoplastía, soy transgénero porque me puse silicona y vos sos travesti porque querés nombrarte así, con un insulto. Aquí, para el pueblo, se dijo siempre travesti (como una de las palabras más suaves) para insultarnos. Todas éramos travestis. De modo que de un tiempo a esta parte, esa palabra engloba a toda una comunidad. Por supuesto, hay gente que se toma más tiempo y dice, por ejemplo, mujeres trans, varones trans, pero lo cierto es que en la calle somos travestis. Exigimos desde nuestra feminidad que se nos trate en femenino, no se dice los travestis, se dice las travestis».
Aclarado el asunto es díficil no preguntar a esta autora de la que pronto podremos leer en España su primer poemario -aunque «corregido, amputado y mutilado»- si considera que la transfobia está aumentando». «No sé si haya disminuido alguna vez. Me parece que hay momentos que propician que se manifieste y otros que no. Y no ha disminuido, porque no hubo políticas públicas para que disminuya. Y eso es el transodio. Y hay que decirlo: no es miedo, no es una fobia que les hace gritar y sudar frío. No. Es un odio profundo y devastador que comienza consumiéndolos a ellos y luego, a nosotras».